sábado, 24 de marzo de 2012

El exorcista III

USA, 1990. 110m. C.
D.: William Peter Blatty P.: Carter DeHaven G.: William Peter Blatty, basado en su novela I.: George C. Scott, Ed Flanders, Brad Dourif, Jason Miller

Podríamos empezar este texto realizando una exhaustiva numeración de las incidencias sufridas a lo largo del desarrollo y postproducción de la película que nos ocupa, pero aquí lo que nos interesan no es tanto dichos problemas, sino sus consecuencias de cara al producto final (1). Y, en este sentido, de manera más o menos directa, deliberada o por accidente, El exorcista III vuelve a evidenciar la principal cualidad de esta saga nacida a la sombra del fenomenal éxito del film original realizado por William Friedkin en 1973: si algo no se le puede acusar a las secuelas aparecidas hasta el momento es de ser productos derivativos. Si, en general, los sucedáneos y copias surgidas tras el estreno de El exorcista, especialmente en sus numerosos epígonos europeos, se limitaban a repetir la fórmula del film en el que, de manera descarada, se miraban -con una joven, generalmente de buen ver, realizando todo tipo de actos escabrosos y blasfemos, de mayor a menor graduación sexual según versiones y nacionalidades, hasta ser exorcizada en un ritual final tan aparatoso como pedestre- (2), las películas realizadas por John Boorman, William Peter Blatty, Renny Harlin y (de manera no oficial, pero sí oficiosa) Paul Schrader (3), nos presentan nuevos e interesantes caminos con los que construir un entramado mitológico acerca de la existencia del Mal y su relación con el hombre, a quien intenta tentar con sus actos.

Así, El exorcista III se aleja inicialmente del envoltorio fantástico de sus predecesoras para presentar un thriller policíaco de vagos ribetes sobrenaturales en el que volvemos a encontrarnos con el teniente Kinderman (interpretado por Lee J. Cobb en la primera entrega, aquí sustituido por un rocoso pero vulnerable George C. Scott) quien se ve envuelto en una trama de terribles asesinatos de índole religiosa y psicópatas provenientes del Más Allá. Como vemos, Blatty se separa de la letra de la película de Friedkin, pero realiza un esforzado intento por recuperar su espíritu. La excelente secuencia de créditos supone, por tanto, toda una declaración de principios destinada a todos aquellos que, como el propio Blatty, se sintieron profundamente disgustados con los desvaríos oníricos de Exorcista II. El hereje.

La secuencia precréditos sirve para sentar la base sobre la que se desarrollará el resto del film: unos planos iniciales nos sitúan, de nuevo, en la ciudad de Georgetown. A continuación, se nos presenta los personajes principales: el mencionado Kinderman y el padre Dyer, quien tenía un breve papel en El exorcista y que, de manera significativa, está mirando la larga escalera por la cual el padre Karras caía encontrando la muerte al final de aquel film. Un contrapicado de esas mismas escaleras, ahora de noche, con una espesa niebla que se retira mientras suena el comienzo de Tubular Bells de Mike Oldfield tiende un puente directo con el final de la primera parte. A continuación, la cámara se pasea por un barrio de la ciudad, totalmente desierto a excepción de unas vagas figuras parecidas a sacerdotes que corren cruzando el encuadre, dándole al conjunto un tono pesadillesco que explota con la entrada de una fuerza invisible (que bien podría ser el demonio Pazuzu) en el interior de una iglesia haciendo que el Cristo crucificado de madera abra los ojos.

El ambiente urbano trata de recuperar esa atmósfera realista, casi de tintes documentales, que caracterizó el trabajo de William Friedkin, utilizando sobre ese tapiz verosímil los efectos de sonido como medio desestabilizador subliminal. La planificación de William Peter Blatty se caracteriza por su frontalidad, con pocos movimientos de cámara que desvirtúen el espacio, y la utilización de los insertos y los planos detalle para recoger todos aquellos elementos que dan forma y presencia al escenario (un cenicero, un crucifijo, un cuadro, el péndulo de un reloj de pared) de cara a remarcar su materialidad, es decir, su presencia. El perturbador uso del sonido (el infernal rugido que delata la presencia del Mal, el ruido de unos pies arrastrados por el suelo, el pasar de los segundos marcados por el mecanismo de los relojes) vulneran esa fisicidad, ese realismo, convirtiendo lo conocido en siniestro.

Destaquemos aquí tres secuencias que representan el trabajado viaje al horror que supone El exorcista III y que supone, así mismo, lo mejor del film: en la primera, Kinderman tiene una reunión con el superior del padre Dyer, intentando buscar una correlación entre los crímenes que se están cometiendo. De repente, el péndulo del reloj se para (al igual que sucedía en el inicio de El exorcista) y las luces empiezan a parpadear. Blatty introduce un denso fondo musical compuesto por susurros, gritos y risas provenientes de la película original, transformando el elegante ambiente religioso en un escenario amenazador. La segunda escena que destacamos, consistente en el ataque que sufre una enfermera de guardia en el hospital en el que se centra la acción del film, supone una lograda mezcla de sobriedad atmosférica e impacto: Blatty mantiene el plano mientras diferentes figuras entran y salen de él, la espera a que suceda algo tensa el ambiente, el cual estalla con el repentino uso de un zoom que subraya la aparición de una escalofriante silueta acechando a la enfermera, rematado por otro zoom a una estatua religiosa decapitada. Para finalizar este repaso, apuntemos igualmente el momento en el que una enfermera poseída se dirige a casa de Kinderman para acabar con su familia y que, a pesar de su risible inicio -con esa anciana reptando por el techo al más puro estilo Seth Brundle- y su efectista final, resulta memorable por los planos de la enfermera en estado catatónico viajando en la parte trasera de un taxi.

El hecho de que, a pesar de lo dicho, finalmente El exorcista III suponga una experiencia decepcionante nos lleva a una lectura metalingüística de la película: si, por un lado, a lo largo de la serie las fuerzas del Bien se enfrenta de manera infructuosa a las del Mal, consiguiendo por el camino pírricas victorias y catastróficas derrotas, lo mismo puede decirse de los intentos por lograr llevar a cabo una secuela con personalidad de El exorcista (y que, adelantándonos a los acontecimientos, se volverá a repetir con la no menos problemática El exorcista. El comienzo). Y es que, si bien la idea original de Blatty, basada en su entretenida novela Legión, tiene de por sí algunos defectos propios -los aburrido monólogos del asesino Génesis en el interior de su celda-, no es menos cierto que lo que impide que hablemos de un título logrado se debe a las injerencias por parte del estudio: así, la confusa utilización de dos actores para interpretar a un mismo personaje; la hueca aparición del personaje del padre Morning a modo de sosias del padre Merrin interpretado por Max von Sydow, y, especialmente, el pirotécnico climax final, a modo de precipitado exorcismo, del que podemos rescatar no obstante una poderosa imagen: un niño crucificado en un par de remos, cuya cabeza ha sido sustituida por la de un cristo pintado de negro con dos clavos en los ojos, y que surge elevado del suelo, acompañado de los brazos elevados de un grupo de almas en pena. Ante esto, el espectador bien puede pensar que, efectivamente, el Mal existe, pero no en las solitarias calles de Georgetown, sino en los despachos de los ejecutivos de Hollywood.
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(1) Realicemos aquí un breve repaso de los hechos conocidos. Originalmente, la idea de Legión fue concebida por Blatty como guión para ser dirigido por William Friedkin. Al rechazarlo éste, fue convertida en novela y publicada en 1983. En 1989, Blatty llega a un acuerdo con Morgan Creek Productions para adaptar dicha novela con un presupuesto de 11 millones de dolares con el título provisional de "Exorcist: Legion". Si bien el rodaje se completa sin incidencias, posteriormente James Robinson, presidente de la compañía, demandará la necesidad de rodar un nuevo final en el que se incluya un exorcismo, puesto que lo presentado por Blatty "no tiene nada que ver con El exorcista". Así, Blatty se ve en la obligación de crear un nuevo personaje, el padre Morning que oficie dicho ritual. No será la única petición del estudio, pues también quieren a un actor del film original que pueda servir de gancho, contratándose a Jason Miller para que retome su papel del padre Damian Karras, aún apareciendo en los créditos como el paciente X (desconocido). De esta manera, Blatty tiene que volver a rodar las secuencias de la celda, sustituyendo al inicialmente previsto Brad Dourif por Jason Miller, aunque mantendrá finalmente a los dos actores para representar las diferentes personalidades del misterioso personaje. Finalmente, El exorcista III se estrenará en Agosto de 1990, recaudando en USA la cifra de 26 millones de dólares y casi 13 millones en el mercado internacional. Pese a los intentos de Blatty por recuperar el material original para poder realizar su director's cut, Moorgan Creek lo dió por oficialmente perdido.
Fuentes utilizadas:
- Fangoria nº122. Mayo 1993
- Bob McCabe, en The Exorcist: Out of the Shadows, Londres, Omnibus Press, 1999
- http://www.imdb.com/title/tt0099528/business
(2) A modo de ejemplo de esta tendencia, señalemos dos títulos de producción italiana: El anticristo, dirigida por Alberto De Martino en 1974, en la que se incluyen detalles incestuosos; o Malabimba, dirigida por Andrea Bianchi, en la que entramos de lleno en el territorio hardcore, con el espectáculo de vómitos y transformaciones sustituido por los explícitos ofrecimientos sexuales de la joven poseída. Anotemos aportaciones españolas como La endemoniada, de Amando de Ossorio, o Exorcismo, realizada por Juan Bosch y protagonizada por Paul Naschy, no carentes, desde luego, de numerosos desnudos.
(3) Por completismo, mencionar la existencia de Reposeída, una parodia al más puro estilo Zucker y Abrahams en la que Linda Blair retomaba su papel de poseída en un acto de autohumillación y catarsis. Posiblemente, la mejor parodia de El exorcista la encontremos en el comienzo de la por lo demás lamentable Scary Movie 2, donde el sacerdote encarnado por James Woods, tras finalizar el exorcismo, se cae por las escaleras... que unen el primer piso de la casa con el segundo.


miércoles, 21 de marzo de 2012

Maniac

(Maniac)
USA, 1980. 87m. C.
D.: William Lustig P.: Andrew W. Garroni & William Lustig G.: C.A. Rosenberg & Joe Spinell, basado en una idea de Joe Spinell I.: Joe Spinell, Caroline Munro, Abigail Clayton, Kelly Piper

Los primeros minutos de Maniac parecen colocarnos en el terreno de lo convencional. Una pareja está acostada en la playa. Ella le dice a su novio que vaya a recoger leña para encender una fogata, pues empieza a hacer frío. Cuando el chico se levanta y se marcha, la cámara se sitúa detrás de unos arbustos y su movimiento oscilante nos informa que alguien les está vigilando. Por tanto, resulta lógico que pensemos que la petición de la chica es una excusa para dejarla sola y poder ser atacada por el maníaco de turno. Efectivamente, alguien se acerca y le corta el cuello en un plano notablemente gráfico. Cuando el novio vuelve, es atacado por la espalda y el asesino le secciona el cuello utilizando un hilo de alambre. Hasta aquí, el comienzo de Maniac parece seguir el camino de tantos slashers de la época, pero Lustig corta a una imagen reveladora: el maníaco, Frank Zito, se despierta soltando un terrible alarido: la imagen que hemos visto, ¿ha sido un sueño, un recuerdo o producto de una obsesión interna?

Los títulos de crédito de Maniac ilustran el punto de vista del film: alejándose de esa misma moda slasher a la que nos referíamos, en la cual la perspectiva dominante corresponde a las víctimas, siendo el asesino una abstracción sin rostro, el director de Maniac Cop se acoge a la mirada subjetiva del criminal, situándole como centro de atención alrededor del cual gira todo el universo desplegado en el metraje. De hecho, la misma habitación en la que le vemos no funciona tanto como un escenario como una proyección del torturado mundo interior del protagonista. La oscuridad que inunda la estancia aporta una angustiosa atmósfera claustrofóbica, que se intensifica a través de un obsesivo fetichismo que surge de los maniquíes con los que vive Zito, vestidos con la ropa de sus víctimas, a las cuales corta la cabellera para utilizarla como pringosa y sangrienta peluca, y de la imaginería religiosa que ilustra las paredes.

De esta manera, Maniac rehuye el tono fantástico del cine de terror de la época, para desarrollar un tono realista a través del cual la figura del asesino en serie no se nos presenta como un monstruo, un ser diabólico, sino como un patético ser humano que ha dejado atrás la línea de la razón. Durante su primera media hora, Maniac, como indicábamos, se despoja de elementos de ficción para realizar un retrato de corte documental acerca de las andanzas de un asesino en serie en un entorno urbano. Así, rechazando cualquier elemento dramático mínimamente elaborado, esa primera mitad consiste en un directo recuento de víctimas, a través de cual Lustig realiza un oscuro panorama de un escenario urbano prototípico de los años 80, con la ciudad de Nueva York reducida a la tumultuosa vida nocturna de la calle 42 con sus marquesinas de salas pornográficas, clubs de strip-tease, sex-shops y prostitutas, y convertido en una jungla de cemento y paneles de neón en la cual la muerte puede acechar desde cualquier esquina.

El primer asesinato que presenciamos será, precisamente, el de una joven prostituta a quien Zito estrangulará en la habitación del cochambroso hotel que ella utiliza para su trabajo (y cuyo encargado está interpretado por el propio William Lustig). Esta escena, antes que servir de momento terrorífico, es utilizada para incidir en el lado humano del asesino: tras ejecutar el crimen, Zito corre al baño a vomitar y, al acercarse de nuevo al cadáver para escalparlo, lo hará entre lloros. Maniac nace a la sombra del trauma edípico-patológico de Psicosis para acogerse a la atmósfera sórdida y verista del cine de terror de los años 70.

La puesta en escena de Lustig se refugia en el punto de vista de su sanguinario protagonista, buscando resaltar las diferencias entre el cazador y la presa. Pongamos como ejemplo de lo dicho las que posiblemente sean las dos mejores secuencias de la película: en la primera, una enfermera que acaba de salir de su turno es acosada por Frank Zito en una solitaria estación de metro. Un histérico travelling sigue a la aterrorizada mujer mientras busca desesperadamente una salida, hasta que decide esconderse en unos sucios lavabos. Lustig repetirá ese mismo movimiento de cámara mostrando a Zito paseando por la misma zona, pero, en este caso, de manera lenta y calmada, subrayando su tranquilidad al saber que es quien domina la situación. La segunda secuencia tiene lugar en la casa de una modelo en la que se cuela Zito. La cámara acompaña a la chica cuando camina con tranquilidad por los pasillos de su hogar y, de esta manera, situaciones tan cotidianas como tomar un baño o preparar un café adquieren una atmósfera siniestra al ser conscientes -nosotros, no ella- que hay un elemento extraño oculto.

Con la aparición de la fotógrafa Anna D'Antoni, interpretada por una bellísima Caroline Munro, Maniac rompe con el tono documental para dejar paso al drama a través de la relación que se establece entre Zito y Anna. Pero incluso aquí la propuesta de Maniac resulta coherente, pues introduce una ligera ambivalencia en el personaje de Zito: bien vestido -al menos, para los cánones de la época- y con una actitud tímida, casi entrañable, nos creemos que puede conquistar a una chica guapa: en resumen, que si nos lo encontráramos en la calle, no sospecharíamos de sus atroces actividades nocturnas, lo cual lo hace más terrorífico.

Pero también es a partir de este momento cuando Maniac más evidencia sus defectos: si bien, como hemos comentado hasta aquí, Maniac supone una acercamiento complejo a una figura tan codificada como es la del asesino en serie, en ocasiones esa complejidad se queda en la superficie: la obsesiva voz en off de Zito parece tener como objetivo llenar las imágenes, compensar su falta de dramaturgia. Lo mismo se puede decir de la resolución de la relación entre Anna y Zito, sita en un cementerio de vagos contornos góticos, cuyo precipitado desenlace nos da a entender que la inclusión del personaje de Anna tiene como único objetivo propiciar el clímax del relato. La impactante escena en la cual Zito en plena fuga mental es atacado por sus víctimas supone un resumen de lo dicho: una buena idea -una pesadillesca ensoñación como metáfora del suicidio- que acaba limitándose a servir de versión corregida y aumentada de los célebres estallidos ultra-gore servidos por Tom Savini en Zombi.


miércoles, 14 de marzo de 2012

Exorcista II. El hereje

(Exorcist II. The Heretic)
USA, 1977. 118m. C.
D.: John Boorman P.: John Boorman & Richard Lederer G.: William Goodhart, basado en los personajes creados por William Peter Blatty I.: Linda Blair, Richard Burton, Louise Fletcher, Max von Sydow

Para empezar, un dato: antes de que William Friedkin se hiciera cargo de ella, El exorcista le fue ofrecida a John Boorman quien la rechazó por considerarla denigrante para los menores (1). Ironías del destino (o lógica interna del show business), acabaría dirigiendo la secuela de este, en su opinión, denigrante film, titulada Exorcista II. El hereje. Respecto a esto, el director de Excalibur comentaría que realizar esta continuación le resultaba más interesante que hacerse cargo de la primera parte porque "cada película tiene que luchar para encontrar una conexión con su audiencia. Aquí vi la oportunidad de hacer una película muy ambiciosa, sin tener que pasar el tiempo desarrollando esta conexión" (2). Resulta lícito el pensar que esta explicación sea un intento por parte de Boorman para justificar el haber aceptado el realizar la secuela de una película de terror que, además, había supuesto un fenomenal éxito. Una impresión que, desde sus primeros minutos, Exorcista II. El hereje desmiente.

Antes de entrar de lleno en la película en sí, detengámonos en el título y en una peculiaridad: la ausencia del artículo. Es decir, estamos ante "Exorcista II" y no, como podría esperarse, "El exorcista II". Esta (más o menos) sutil diferencia comporta una declaración de principios por parte de su director (y, también, productor y guionista no acreditado): Exorcista II. El hereje parte de la base creada por el film original de William Friedkin, pero no se presenta como su continuación, ni a nivel argumental ni, mucho menos, estético. Antes que una secuela ad hoc, supone un apéndice que recoge las ideas plasmadas en El exorcista para llevarlas a su propio terreno personal.

De ahí que Exorcista II. El hereje, de manera harto valiente, no podemos negarlo, se aleje de los parámetros del cine de terror para acercarse a los estimulantes terrenos de la fantasía. Si El exorcista hacía gala de una atmósfera oscuramente realista en su mixtura entre el horror y el melodrama familiar, esta primera secuela desecha ese acercamiento naturalista para desarrollar un discurso sobre la pugna ancestral entre las fuerzas del Bien y las del Mal a un nivel mitológico: las primeras representadas por una serie de individuos que han sido tocados por la esencia de la Luz, adquiriendo todos ellos habilidades sanadoras -Regan se interna en la mente de una niña autista para sacarla de su encierro introspectivo-; una habilidad que les convertirá en objetivos de las fuerzas del Mal, representadas aquí por Pazuzu, el señor de los demoníacos espíritus del viento que, haciendo gala de su condición mítica, puede adquirir todo tipo de formas de cara a tentar a sus víctimas -desde una plaga de langosta que arrasa con lo que encuentra a su paso a una adolescente de tentadora carnalidad-. De aquí surge una de las ideas más interesantes de Exorcista II. El hereje, el cómo el camino de la santidad supone un terreno abonado para la intervención del Mal, como si se sintiera atraído por el Bien absoluto de cara a tentarlo y degradarlo -la joven curandera del principio del film que acaba siendo víctima de las llamas; el sanador africano poseído por Pazuzu o la propia Regan-. (3)

Esta perspectiva fantástica le permite a Boorman desplegar un elaborado ejercicio visual, en el que combina lo maravilloso (ese templo al pie de una escarpada montaña que hay que subir a mano como prueba de pureza) con lo onírico (la prueba que el padre Lamont tiene que pasar para poder encontrar a Kokumo, quien le puede dar la fuerza para combatir a Pazuzu), impregnando las imágenes de un sugerente y, en ocasiones, poderoso aliento telúrico -los vertiginosos travellings aéreos que representan el desplazamiento de Pazuzu-. Podemos localizar en una secuencia concreta el resumen de la penetrante mirada de Boorman: de cara a recuperar los recuerdos perdidos de lo ocurrido en Georgetown, Regan accede a someterse a una prueba de hipnosis que la permita retroceder al momento mismo de la muerte del padre Merrin (que en el film original sucedía en off). Boorman proyecta los hechos que ocurren en la habitación de Regan con la acción en la sala donde está siendo hipnotizada mediante una transparencia, fusionando así en un solo plano pasado y presente. Pero el director de Defensa va más lejos: en el momento en el que la Regan poseída levanta el brazo para aprisionar el corazón del padre Merrin, por la colocación de la imagen, también está agarrando el corazón de la doctora Gene, provocándole un infarto. Una demostración del poder omnipresente y atemporal del Mal, capaz de tocar y dañar el presente desde el pasado. Pero también, un ejemplo de la heterodoxia fantastique de la propia película a la hora de enlazar y fusionar tiempos y espacios distintos.

A raíz de todo lo comentado, y volviendo a las palabras de John Boorman que citábamos al comienzo de estas líneas, resulta evidente que Exorcista II. El hereje es una película ambiciosa cuya personalidad excede su condición de continuación crematística de un éxito taquillero. Y es precisamente esa heterodoxia lo que lo convierte en un film tan fascinante a ratos como irritante en otros, pero siempre fallido. Porque esas ambiciones a las que hemos aludido, y que Boorman destaca como parte sustancial de su idiosincrasia, no consiguen encontrar su acomodo en los márgenes de una superproducción de estudio con un objetivo bien claro: prolongar el éxito del anterior título. Así, el film se queda en terreno de nadie, siendo completamente detestado por aquellos que buscan más de lo mismo, un espectáculo de sensaciones fuertes y escabrosas, pero también siendo insuficiente para quienes quieran conectar con su discurso filosófico/teológico/antropológico.

Finalmente, Boorman demuestra tener la misma ingenuidad desarmante de sus protagonistas (destaquemos aquí dos alucinantes réplicas: en la primera, cuando una niña le pregunta a Regan porqué está bajo tratamiento, ésta, con toda naturalidad, le contesta que porque fue poseída por un demonio; más tarde, mientras sobrevuela áfrica en un aeroplano, Lamont le indica al piloto, con absoluta seriedad, que él ya recorrió esa zona a los lomos de un demonio), haciendo que la película acabe hollando el terreno de lo risible: el momento en el que Regan y Lamont se dirigen a la habitación de un sórdido hotelucho para poder conectarse a través del aparato hipnotizador que la primera ha robado, dando la imagen -al resto de individuos apostados en el pasillo y a los propios espectadores- de encontrarnos antes una oscura transacción sexual entre un cliente maduro y su juvenil meretriz, demuestra lo cerca que está Exorcista II. El hereje de convertirse en una parodia.
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(1) Jesús Palacios, artículo "Mira lo que ha hace la guarra de tu hija. Los niños, el demonio y la carne", en Ven y mira. El cine fantástico y de terror en la zona prohibida, coordinado por Rubén Lardín, Donostia-San Sebastián, Donostia Kultura, 2011, pag. 201.
(2) Bob McCabe, en The Exorcist: Out of the Shadows, Londres, Omnibus Press, 1999, pag. 158. Citado en http://contrapicado.net/article/6-exorcista-ii-el-hereje-exorcist-ii-the-heretic-1977/
(3) Rescatemos unas interesantes palabras de Martin Scorsese, admirador del film de Boorman, respecto a esto: "La película plantea una pregunta: ¿la suma bondad atrae al mal supremo? Esto se remonta al libro de Job; es Dios poniendo a prueba el alma pura. En este sentido, Regan (Linda Blair) es una santa de nuestros días, como Ingrid Bergman en Europa 51, y, en cierta medida, Charlie en Malas calles (...) Me gusta el primer Exorcista, debido a mi sentimiento católico de culpabilidad y porque verdaderamente me cagué de miedo, pero El hereje la supera. Quizá Boorman no llevó a cabo su proyecto por entero, pero la película merece mejor suerte de la que tuvo" en Conversaciones con Martin Scorsese, V.V.A.A. Madrid, Plot, 1987. Citado en Jesús Palacios, artículo "Santa Sangre: Iconografía católica y cine gore", en Goremanía 2, coordinado por Jesús Palacios, Madrid, Alberto Santos Editor, 1999, pags. 74 y 98.


lunes, 12 de marzo de 2012

Barton Fink

(Barton Fink)
USA/UK, 1991. 116m. C.
D.: Joel Coen P.: Ethan Coen G.: Joel Coen & Ethan Coen I.: John Turturro, John Goodman, Judy Davis, Michael Lerner

1
A primera vista, puede resultar llamativo que una película que centra su discurso en el abstracto plano de la imaginación, en los conflictos introspectivos entre lo que uno cree sinceramente que tiene que hacer y lo que las circunstancias externas le empujan a hacer, como es Barton Fink tenga una exposición visual tan física de esa idea. De hecho, los títulos de crédito aparecen sobre la imagen del papel pintado de una pared mientras la cámara se acerca lentamente, llamándonos la atención sobre las formas del dibujo, la textura del papel o su rugosidad. Esta idea visual, un lento movimiento de cámara hacia un objeto inanimado, resume el discurso de los hermanos Coen sobre el infierno al que se ve abocado un joven y comprometido escritor teatral al instalarse en esa Babilonia moderna que supone el Hollywood de los años 40.

A lo largo del film abundan los travellings que recorren la estructura del hotel en el que se hospeda Barton Fink mientras escribe el guión de una producción de bajo presupuesto protagonizada por un luchador. El más recurrente es aquel en el que la cámara se mueve por el pasillo donde está situada la puerta de la habitación de Barton. Pero, debido a la manera en la que se desplaza la cámara -de manera lenta, a veces, casi imperceptible- nos da la sensación de que ese movimiento no se limita a introducirnos en un escenario concreto, sino que lo desvirtúa. Esa mixtura entre la fisicidad de un espacio concreto y la gravedad con el que se muestra es lo que nos informa que en Barton Fink partimos de lo real para internarnos en el terreno de lo mental (1).

Podemos, así, delimitar dos escenarios: por un lado, todas aquellas escenas que suceden en el exterior de la habitación en la que se hospeda el protagonista están marcadas por su fuerte iluminación y por la vivacidad de los personajes con los que se reúne; en contraste, la habitación del hotel está sumergida en sombras, respirándose una agobiante atmósfera claustrofóbica potenciada por el calor imperante en el lugar y que mantiene a los personajes en un estado de letargo. Un ambientación que transforma esa habitación en un elemento orgánico, revelándose como la metáfora de la mente en estado de descomposición de Barton. Los lentos travellings que hemos mencionado líneas arriba nos transportan a través de los conductos neuronales del protagonista. A partir de aquí, todos los signos que rodean a Barton en ese espacio cerrado adquieren un especial significado: el calor antes aludido, el mosquito que no para de picarle todas las noches, el papel de la pared que se despega como si fuera una piel y el pegamento que rezuma como sangre o un líquido orgánico viscoso son muestras de cómo su conciencia se va derrumbando, perdiendo un combate entre las presiones del exterior y sus motivaciones internas.

2
A partir de la llegada de Barton Fink a Los Ángeles todos los acontecimientos que vemos son filtrados por la mirada de éste, para quien la industria cinematográfica es el Infierno al que uno llega dispuesto a vender su alma (su talento) por la fama y la riqueza (recordemos aquí que cuando entra por primera vez al hotel y se acerca al mostrador, el botones sale de debajo del suelo por una trampilla, como si viniera del mismo Averno; por la manera con la que los Coen enfatizan el momento en el que Barton firma en el libro de registro pareciera que estuviera firmando un pacto con Mefistófeles).

La aparición de Charlie Meadows pone en marcha esa batalla introspectiva entre el querer y el deber: Charlie es un vendedor de seguros ambulante y, ante los ojos de Barton, representa todo aquello que le empuja a escribir: la figura del trabajador honesto y hecho a sí mismo. Pero en las continuas conversaciones entre los dos nos damos cuenta de que, quizás, el compromiso de Barton no sea tan honesto como parece: Barton interrumpe constantemente a Charlie, no dejando que termine de contar las anécdotas cotidianas de su trabajo, para sumergirse en largos soliloquios acerca de la naturaleza ética de su trabajo. La impresión que nos da es que a Barton no le interesa tanto una persona como Charlie por lo que es, sino porque ve en ella el reflejo de la altura moral e intelectual que se supone para sí mismo.

Charlie fue luchador en su juventud, igual que lo es el personaje principal del guión que le han encargado a Barton y éste ve en él el modelo para escribir una historia que combine la base comercial que le piden con sus aspiraciones de denuncia social. De esta manera, el personaje de Charlie Meadown no es real, sino una proyección de las ideas de Barton. Es por ello que, en el momento en el que Barton acaba claudicando, siendo incapaz de salir de su bloqueo creativo, tanto el personaje de Charlie como el tono general del film cambian. El honesto trabajador de la calle se transforma en un brutal asesino en serie y Barton se ve envuelto en una trama de asesinatos, femme fatales, detectives hoscos y tiroteos. Es decir, acaba protagonizando la película comercial que le solicitan del estudio y que, comme il fault, tiene un climax final espectacular y pirotécnico.

3
Barton Fink finaliza con una coda críptica que puede servirnos como llave para resolver los misterios que la película ha planteado: finalmente, quizás incapaz de aceptar la verdad de su condición de escritor de falso prestigio, Barton Fink acaba encerrándose en su propia mente. Una imagen que sirve tanto para definir al personaje como para ilustrar el estado de la carrera de los hermanos Coen en ese momento. La mirada postmoderna con la que se acercaban a los géneros clásicos, combinada con una irreverente y desprejuiciada perspectiva irónica, que demostraron al inicio de su carrera (con films como Sangre fácil o Arizona Baby) fue mutando a una posición elitista, marcadamente formalista, y que pecaba de cierta autoindulgencia a medida que los parabienes de la crítica se multiplicaban (Barton Fink se llevó los tres premios importantes en el festival de Cannes de 1991: mejor actor, mejor director y la Palma de Oro a la mejor película).

Barton Fink adolece de las mismas virtudes y los mismos defectos que su anterior Muerte entre las flores: una elaborada formulación visual de gran poder seductor y rica en imágenes de hondo calado, pero por la que se desliza una molesta sensación de encontrarnos ante un artefacto cerebral cuyo único fin supone su propia forma, esa misma condición de juguete. A raíz de esto, Barton Fink supone un intento de Etan y Joel Coen por salir de esa lujosa habitación en la que se encuentran encerrados, al igual que su personaje protagonista, revelándose el incendio final como un acto tan catártico como purificador. Afortunadamente, y desde nuestra perspectiva actual, podemos afirmar que los hermanos Coen, al contrario que Barton Fink, finalmente sí encontraron la salida al final de tan largo y angosto pasillo.
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(1) Una idea potenciada por el aspecto de Barton Fink, heredero del Henry Spencer de Cabeza borradora, de David Lynch, en la cual la habitación que ocupa el protagonista suponía otra metáfora visual de un personaje incapaz de afrontar los deberes de su vida (en ese caso, una paternidad no buscada) y que acababa encerrándose en un paraíso introspectivo.


viernes, 9 de marzo de 2012

El exorcista

(The exorcist)
USA, 1973. 132m. C.
D.: William Friedkin P.: William Peter Blatty G.: William Peter Blatty, basado en su novela I.: Ellen Burstyn, Max von Sydow, Jason Miller, Linda Blair
¿Una película ambigua?
Del mal llamado "montaje del director" (1), aprovechando el reestreno en salas cinematográficas de El exorcista en 2000, podemos rescatar únicamente una escena inédita: antes del prólogo situado en el norte de Irak, Friedkin nos sitúa en las calles de Georgetown. La cámara nos muestra la ventana de la habitación de Regan. La luz se apaga y un movimiento de cámara nos desplaza de la fachada de la casa donde se concentrará la acción hacia la calle, por donde pasean escasos viandantes y apenas hay tráfico. Este movimiento de cámara no sólo sirve para presentarnos el escenario donde se desatará el horror, sino que delata una presencia, una mirada externa que parece acechar a la joven protagonista. De esta manera, un escenario cotidiano y de aparente seguridad -un barrio acomodado, una zona tranquila por la cual se puede caminar por la noche sin peligro- queda desvirtuado, transformado, tornando la seguridad por la inquietud, lo familiar por lo extraño, quedando así apuntado la clave del horror según El exorcista.

Con todo, podemos apuntar cierta ambigüedad en ese movimiento de cámara pues, como decíamos, podría leerse en dos sentidos: como medio para situar al espectador en un espacio concreto y como aviso de la existencia de una presencia extraña, inhumana. Si bien esa imagen no aparece en la novela original escrita por William Peter Blatty, sí sirve para acercar a la película al tono ambiguo que preside en todo momento el libro. En este, la posible posesión de la joven Regan McNeil siempre es puesta en entredicho por el sacerdote Damian Karras quien, a lo largo de las páginas, traduce las diferentes manifestaciones sobrenaturales de Regan a través de diferentes explicaciones psicológicas. Aprovechando la multiplicidad de puntos de vista de la obra, Blatty deja en off la escena decisiva en este sentido -aquella en la que Karras se enfrenta físicamente con Regan una vez que el exorcismo ha terminado- sumiendo al lector en un estado de intranquilidad, de incertidumbre.

De entrada, puede resultar harto complicado -y, quizás, incluso osado- localizar alguna nota ambigua en un film que hace de la exposición del horror la carta de presentación de cara a epatar al espectador. Es decir, ante imágenes tan impactantes como la cabeza de Regan haciendo un giro completo de 360º; su cuerpo levitando con los brazos extendidos formando una cruz; las heridas que el agua bendita produce en la pálida piel; en suma, ante la contemplación de tan turbadora exhibición de atrocidades, ¿alguien puede dudar de que Regan McNeil, la hija única de la actriz Chris McNeil, no esté realmente poseída por el demonio?

El diablo, probablemente
Consciente de la desventaja que la explicitud de sus imágenes tiene con respecto al relato literario -y, por tanto, más evocador- de Blatty, Friedkin matiza los hechos narrados a través de la puesta en escena. A pesar de su inequívoca adscripción genérica, El exorcista se nos revela como hija de su tiempo, de ese Nuevo Hollywood que cubrió de una pátina de sordidez y realismo urbano las glamourosas formas del cine clásico. Así, el acercamiento al cine de terror por parte de Friedkin no es muy diferente al empleado en Contra el imperio de la droga. La tenebrista fotografía remarca tanto los escenarios como los personajes que los integran, confiriéndoles las sombras una fisicidad que sirve tanto para subrayar su atmósfera (los interiores siempre inundados en la oscuridad como reflejo del estado anímico de sus ocupantes) como su fragilidad (las ojeras del padre Karras; los moratones del rostro de Chris, reflejo somático de su dolor interior; las arrugas que surcan la cara y las manos del padre Merrin).

De esta forma, se van colocando las piezas de un escalofriante melodrama familiar que progresivamente va siendo vulnerado por la irrupción intermitente de lo sobrenatural (la retahíla de funestos presagios que el padre Merrin se encuentra en su instancia en Irak: el carillón del reloj que se detiene de golpe, el herrero con un ojo ciego, el carromato ocupado por una anciana vestida de negro que está a punto de atropellarle, los perros enzarzados en una ruidosa pelea bajo la sombra de la estatua del demonio Pazuzu; la fantasmagórica faz que se le aparece a Karras en sus sueños; las obscenas profanaciones de imágenes religiosas).

El carácter subliminal con el que aparecen estos signos denotan la existencia de un mal -o del Mal- que convive con nosotros y que podemos detectar tanto en el interior de nuestro hogar -esos extraños ruidos que provienen del desván- o mientras esperamos la llegada del metro -el mendigo que le pide a Karras una limosna-. Puede tomar la forma de un centro psiquiátrico convertido en infernal refugio de almas perdidas o en las terribles pruebas médicas a las que es sometida Regan, no muy diferentes de los espeluznantes rituales para sacarle el demonio del cuerpo.

Es por todo ello que, antes que las pirotécnicas escenas de exorcismo, El exorcista nos sobrecoge por la radiografía de un entorno, de un universo, que reconocemos como propio pero que, a la vez, nos espanta por mostrarnos su cara más desagradable y misteriosa, la cara del Mal, y que, con su mera insinuación, torna nuestros quehaceres cotidianos en una experiencia límite: señalemos al respecto la perturbadora escena en la cual Karras escucha en su habitación los lamentos y aullidos de Regan que ha grabado esa tarde; la habitación se llena de una atmósfera extraña por su anormalidad que aceptamos como natural; será algo tan familiar como es el timbre de un teléfono lo que nos sobresalte.

Legión
Pero la efectividad de El exorcista no surge únicamente de su trabajada atmósfera (destaquemos aquí el intenso uso del sonido) sino que, como indicábamos líneas arriba, ésta incide directamente en unos personajes que arrastran, a través de sus movimientos aletargados y su cabeza agachada, una profunda tristeza que supone la consecuencia de un insoportable sentimiento de pérdida. La estampa otoñal de la ciudad de Georgetown, con sus calles grises alfombradas por las hojas caídas y arrastradas por el viento, no se nos aparece tanto como un decorado ante el cual se mueven los personajes como la proyección de ese desarraigo existencial que les atenaza.

Todos los personajes de El exorcista arrastran un sentimiento de culpa que les impide avanzar, como si fuese un obstáculo que les es imposible sortear, deteniendo su recorrido vital: Chris teme que su carrera cinematográfica se interponga entre ella y su hija, además de intentar infructuosamente que el padre de Regan, de quien está divorciada, llame a su hija el día de su cumpleaños; el padre Karras sufre una crisis de fe, viéndose incapaz de ayudar a los demás cuando no ha sido capaz de ayudar a su propia madre en sus últimas horas de vida; el padre Merrin es consciente de que se le acaba el tiempo, pendiente como tiene un último enfrentamiento con el Enemigo.

En el centro de este grupo encontramos a Regan, que supondrá la respuesta a las incertidumbres que atormentan a los mencionados personajes. A raíz de esto señalemos dos escenas sumamente reveladoras: en la primera, tras ser derribados él y Karras por un pequeño terremoto acaecido en la habitación de Regan durante el exorcismo, el padre Merrin ve a la niña convertida en una criatura que rinde tributo a la imagen del demonio Pazuzu, aullando como lo hacían los perros ante la misma estatua en Irak. En la segunda secuencia, mientras Merrin está en el lavabo, Karras entra solo en la habitación y en la cama, en vez de a Regan, ve a su madre muerta momificada bajo una deslumbrante luz blanca.

Ante la mirada personal de sus observadores, Regan toma la forma de lo que estos quieren ver o, mejor dicho, de lo que necesitan ver, siendo el exorcismo un radical placebo no tanto para Regan como para los que la rodean, siendo éste el camino redentor con el que expiar sus culpas y recuperar su fe: Chris está a punto de perder a su hija, convertida en algo desconocido -la brutal secuencia en que Regan se masturba violentamente con un crucifijo puede entenderse como el monstruoso despertar sexual de una hija a ojos de su madre- para, al final, recuperarla con más amor que nunca; Karras tiene la oportunidad de salvar una vida allí donde no pudo salvar a su madre, además de darle un sentido a sus creencias y a su propia existencia; y Merrin podrá, por fin, descansar en paz tras ajustar cuentas con un Enemigo al que ha perseguido toda su vida. Por tanto, antes que ante un caso de posesión diabólica, en El exorcista podríamos encontrarnos ante un caso de histeria colectiva, siendo las imágenes de Friedkin impactantes metáforas que escenifican las obsesivas fantasías de los protagonistas.

Entre otras diferencias (2), el "montaje del director" tiene un final distinto al del film original. Mientras que en aquel se clausuraba el relato con la inquietante imagen de las escaleras situadas al lado de la casa de los McNeil, en la nueva -y, nos tememos, definitiva- versión se sustituye por un plano de la fachada de la casa, concretamente la ventana tapiada de la habitación de Regan. La forma difiere, pero el significado es el mismo. Ambas imágenes riman con el movimiento de cámara que servía para abrir el film y la incertidumbre, de nuevo, nos subyuga: ¿hemos presenciado un personal caso familiar de locura y horror? ¿o, acaso, ese Mal que repta por nuestras fachadas y desciende por nuestras escaleras se ha cobrado un tributo de sangre para poder seguir perpetuando su existencia? Son estas preguntas y su falta de respuesta las que siguen haciendo que las imágenes de El exorcista, casi cuarenta años después de su realización, nos sigan perturbando mentalmente y removiendo físicamente. En suma, la razón por la cual hoy, igual que ayer e igual que mañana, su visionado nos sigue dando miedo.
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(1) Recordemos que esta nueva versión se realiza con los cambios que William Peter Blatty, productor y guionista además del autor de la novela original, quiso imponer en su día a William Friedkin sin conseguirlo. Por tanto, lo correcto sería denominarla "el montaje del productor".
(2) Anotemos aquí, además de las ya mencionadas en el texto, los cambios más importantes de la nueva versión estrenada en 2000: la famosa escena de la escalera, en la cual Regan desciende convertida en una hórrida araña humana que vomita sangre; la conversación entre el padre Dyer y el teniente Kinderman en el final; un nuevo diálogo entre Karras y Merrin cuando están sentados en las escaleras que dan a la habitación de la niña; más pruebas médicas de Regan y la inclusión de una serie de apariciones de choque del demonio Pazuzu y de la cara fantasmagórica que rompen la tensión in crescendo creada por Friedkin.


miércoles, 7 de marzo de 2012

El séptimo continente

(Der siebente kontinent)
Austria, 1989. 104m. C.
D.: Michael Haneke P.: Veit Heiduschka G.: Michael Haneke I.: Birgit Doll, Dieter Berner, Leni Tanzer, Udo Samel
La reiteración supone la principal figura narrativa de El séptimo continente, el primer largometraje de Michael Haneke. Y lo es porque el director de Código desconocido se sirve de la repetición para desvelar la cinta de Möbius sobre la que se asienta la estabilidad de las sociedades de los países desarrollados. Una serie de ritos con los cuales sus ciudadanos se mantienen en movimiento a través de una secuencia continua de acciones envasadas al vacío. Así, los primeros minutos de El séptimo continente, aquellos que nos presentan a los miembros de la familia protagonista, les muestra en sus rituales cotidianos desde que suena el despertador y se levantan de la cama. De manera metódica, Haneke nos enseña como se duchan y limpian los dientes; como la madre, Anna despierta a su hija pequeña, Evi, mientras el padre, Georg, se ata los zapatos; como los tres desayunan alrededor de la mesa para, finalmente, el padre llevarles en su coche a sus respectivos destinos (a la madre a su trabajo, una clínica oftalmológica que lleva con su hermano; a la niña, al colegio) de camino a su propio trabajo. Pero durante estos breves pero certeros planos Haneke no nos muestra el rostro de los personajes, convirtiendo la secuencia en un juego de cuerpos en movimiento, subrayando su falta de personalidad y de identidad, su condición de autómatas programados en funcionamiento perpetuo.

Todas las imágenes de El séptimo continente hacen gala de una sobrecogedora gelidez, despojando a las acciones de cualquier atisbo de emotividad, de, en suma, sentimientos, como si nos encontráramos ante un experimento protagonizados por unas cobayas humanas encerradas en una pecera. ¿Y por qué esta falta de calidez? En la carta que Anna escribe a sus suegros destaca lo bien que les va todo: la manera en la que su hermano Alexander se recupera de la depresión causada por la muerte de su madre; la buena salud de su hija; el ascenso de Georg. Pero este optimista mensaje se reproduce en off acompañando a una serie de imágenes que parecen discutir esa supuesta felicidad. El plano secuencia con el que se abre El séptimo continente y sobre el que transcurren los créditos nos da la clave: los tres miembros de la familia Schober, estáticos en el interior de su coche mientras se internan en el túnel de lavado automático: los tres encerrados en su jaula del bienestar, del progreso materialista representado por el automóvil particular, mientras a esta se le saca brillo para que, de cara a los demás y a los mismos prisioneros, pueda resplandecer en todo su esplendor.

Aunque dividida de manera oficial en tres partes, a través de las cuales observamos la progresiva desintegración de los Schober a través de los años, El séptimo continente podemos dividirla, de manera extraoficial, en dos partes: la primera, aquella que nos muestra la claustrofóbica cotidianidad en la que están inmersos los protagonistas y en cómo esta va siendo golpeada -atacada- por diferentes sucesos que, poco a poco, van agrietando la coraza bajo la que se protegen: un día, de repente, Evi actúa en el colegio como si estuviera ciega; durante una cena, Alexander rompe a llorar; el antiguo jefe de Georg que, una vez ha perdido el puesto en favor del primero, vuelve para recuperar una foto de su perro.

Una secuencia sirve de bisagra a la hora de seccionar el film. En ella, los Schober se encuentran, de camino a casa en su coche durante una noche lluviosa, con un accidente: la poderosa imagen del vehículo destrozado siendo izado por una grúa confiere una atmósfera apocalíptica al conjunto que se empaña de un escalofriante tono mortuorio con la presencia de los cadáveres tumbados en el suelo, tapados con una sábana blanca. A continuación, vuelven a entrar en el autolavado, quizás para borrar cualquier mancha oscura dejada por tan terrible visión, pero el resultado es el contrario: en una angustiosa escena, los miembros de la familia Schober acaban abriendo los ojos, como si la visión de una catástrofe aleatoria ha puesto en entredicho su propia seguridad, descubriendo su condición de muertos vivientes.

En la parte final, Haneke se centra en radiografiar la autodestrucción a la que se encaminan los protagonistas, pero no como medio liberador o catártico. Haneke nos muestra la manera con la que Anna y Georg se deshacen de todo aquello sobre lo que, hasta hace poco, tenían edificada su existencia con la misma frialdad y metodología con la que se preparaban para salir de casa al inicio del film. Destaca, en este sentido, el montaje paralelo que muestra a Anna preparando el desayuno mientras Georg prepara, a su vez, las herramientas con las que destrozarán su hogar. No hay, por tanto, luz al final del túnel en este viaje desde lo gris a una oscuridad total: ese terrorífico primer plano de Georg mientras escuchamos a Anna agonizando fuera de plano.

El séptimo continente finaliza con dos imágenes de turbio simbolismo: una televisión sintonizada en un canal muerto, en el que la nieve estática supone tanto un triunfo -a lo largo del metraje, la televisión se nos ha mostrado como un eficaz instrumento narcótico- como un punto y final nihilista: tras el acto final, no hay nada. Una nota pesimista para un film sobrecogedor y que, coherentemente, cierra su discurso con la imagen de una teóricamente edénica playa australiana que, lejos de transmitir una atmósfera idílica y pacífica, se nos aparece como el reflejo de un territorio desolador.